2. Termina la clase

-Podéis levantaros...-.

La señorita Márquez decía siempre esas palabras como prueba de su buena voluntad al finalizar las clases. Fin del suplicio.

Para mi, sinceramente, el verbo "poder" era un extraño en su lenguaje si este no era utilizado para mandarnos, de forma edulcorada, la realización de una tarea, un recado o una lectura.

Algo. Lo que fuera.

En cambio aquel "podéis" implicaba permiso, y ese permiso se transformaba rápidamente en posesión por parte del que lo otorgaba.

(Ese era yo. Esas eran mi cabeza y, lo que acabáis de leer, los pensamientos de un niño de 12 años.)

Me levanté del pupitre para recoger mis bártulos al tiempo que mi compañero se mantenía ocupado rememorando el último tiro fallado durante el partido del recreo.

- Tío, date prisa que no llegamos... – le dije sacándole del partido mental
- Espera, en seguida estoy… - me respondió mientras guardaba su balón en la cartera doblando para ello al máximo el cuaderno gris que le había acompañado, sobre la mesa, durante toda la mañana- un poco más... – con un empujón final, y un ligero crack, terminó su trabajo con una sonrisa.
- Vamos.

Tras ponernos las carteras sobre la espalda huimos con paso rápido de la clase evitando mirar la sonrisa angelical que nuestra querida señorita dedicaba a sus alumnos al final de la jornada. Debíamos darnos prisa porque fuera nos estaba esperando el autobús de la ruta y su conductor,
Tomás, era un tipo bastante peculiar en cuanto al sentido de la puntualidad se refiere. Por costumbre arrancaba siempre el coche cinco minutos después de haber terminado las clases y comenzaba a mover el vehículo, despacio, a lo largo de la avenida en la cual estaba nuestro colegio. De este modo cuanto más tardaras en salir más debías correr para cogerlo antes de la señal de ceda el paso en la cual hacia su única parada previa a la desaparición.

Aquel día, por primera vez, no cogí el autobús.

(También, tras una parada, comenzó mi desaparición.)

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