De dónde venimos...

Retumba el sonido de una carrera que acaba de comenzar. Ocurre en un pasillo con suelo de madera, en éste cada pisada se transforma en una pista para el que corre detrás de ti. Conoces el pasillo perfectamente, es tu casa y has vivido en ella toda tu vida. Aunque sabes dónde estás no entiendes que está pasando. En un principio parecía que estaba bromeando aunque él no suele hacer bromas.

- ¡No puedes esconderte!

Corres hacia la puerta, quieres salir de allí. Al llegar a ella ves que la llave esta puesta. Cuando intentas girar el pomo descubres que no puedes hacerlo. Piensas en la llave, quizá debes quitarla. Él ya esta cerca, no tienes tiempo, te giras y de nuevo empiezas a correr. Entras en la cocina y abres el cajón de los cubiertos... un cuchillo.

¿Y si es una broma?

- ¡Tengo un cuchillo! -lo levantas, ves como su punta queda delante de tus ojos - ¡aléjate!

Él da un paso al frente, te sonríe. En su cara el sudor forma pequeñas hileras que convergen en la barbilla. Desde ésta gotea hasta el suelo un viscoso zumo de odio.

- No tenias que haber visto nada... - toma un trozo de papel de cocina y se seca el sudor de la frente - ... yo no debería estar haciendo algo así pero gracias a tu error no tengo otro remedio.

- ¿Qué error? - estas gritando, la mano en la que tienes el cuchillo tiembla, no puedes evitar dejar caer un poco la muñeca - ¿de qué error hablas?

- Por tu culpa pagarán todos...

Vuelves a correr, rápido, todo lo rápido que puedes, quieres huir, sabes que no hay salida. Te diriges a la habitación de tu hijo, allí en el suelo hay un cuerpo, tu mitad, tu marido. Sientes un golpe en la nuca... antes de caer abres los ojos. Le miras. Está delante, con algo en la mano.

- Cuando empezó esto, tanto él - con la cabeza señala el cuerpo sin vida que está a pocos metros de ti - como yo sabíamos que la muerte era casi un hecho. Era un riesgo que debíamos asumir. Por ello siempre nos decían que al morir se encuentra la respuesta...

No puedes moverte, te duele la cabeza, se acaba el tiempo, ¿tu hijo?, ¿dónde está tu hijo?

- Lo curioso es que tú aún no sabes la puñetera pregunta...

Un fogonazo de luz, silencio, se cierran tus ojos. Ahora ves a tu marido. Te sonríe.

-¿De dónde venimos? – dice.

Pasos en un pasillo con suelo de madera, sonido de llaves, una puerta se abre... se cierra. Alguien desaparece.

- ¿Hacia dónde vamos? – piensas.

Y dejas de respirar.

¿Quién es?

Sentado en el coche.

No me planteé porqué habían llegado tan pronto. Tampoco caí en la cuenta de que no era viernes y en cambio allí estaban buscándome. Recogiéndome del colegio.

Simplemente me metí en el coche, me puse el cinturón y... sonó el teléfono móvil de mi abuela. Ella, nerviosa, contestó a la llamada.

- ¿Quién es? - yo pensé que era una pregunta estúpida pues todo el mundo sabe que en el móvil aparece el nombre del que llama en la pantalla del aparato - ¿Quién es? - salvo que el que llame oculte su número - ¿Diga? - o mejor aún, no sea un conocido.

- ¿Estáis ya en el coche?

- ¡Hijo! - mi abuela sólo tenía una persona a la que llamar de esa manera - ¿Dónde estás? – mi padre.

Al oír esta pregunta y comprobar que la seguía el silencio mi abuelo detuvo el coche en el arcén y tomó el teléfono. Giró su cabeza para observarme un momento y bajó del vehículo. Mi abuela mientras tanto buscaba la manera de hacer que aquella extraña actitud no llamara mi atención. Evitaba mirarme a los ojos para que no pudiera descubrir que estaba llorando.

- ¡No vamos a ir a ningún sitio! - mi abuelo gritaba al teléfono andando de un lado para otro - ¡No nos iremos así!

El motor, en marcha, era una peculiar banda sonora. Bajé la cabeza y comencé a tocar con mis dedos la tapicería del asiento. Intentaba no parecer atento, para que mi abuela se relajara un poco. Para que pensara que yo no entendía nada de aquello. Para que creyera que de aquella situación no iban a salir después de mi boca un montón de preguntas.

- ¡Dime que coño está pasando!- gritó mi abuelo. Nunca le había oído decir ese tipo de palabras.

Sentado en el coche.

- ¡No entiendo nada! – exclamó mi abuela.

En aquel sitio, pensé, ya éramos dos.

3. La Noche de Reyes

La vida está llena de sorpresas.

Las hay buenas y, por supuesto, malas.

Y el problema, realmente, no es la naturaleza de las sorpresas. El problema es que existen sorpresas. Suponen una prueba, no saber que va a ocurrir nos hace sentir indefensos. Si todo fuera como el curso de un río, cuesta abajo y sin pensar, seríamos felices. Pero existen los cambios de ruta, y no vienen a veces marcados en el mapa.

Aquel día fue una sorpresa, un principio peculiar en el cual los segundos fueron una resta y yo, casi, un volver a empezar.

Mis abuelos estaban delante de mí. Su estrafalaria manera de vestir me impedía confundirlos con cualquier otro grupo de dos personas. Cualquier pareja a su lado resultaba anodina. En sus rostros descubrí rápidamente que aunque estaban allí en cuerpo su espíritu permanecía en otro lugar.

-¡Abuelos! - grité intentando mostrar en mi voz cierta curiosidad.

- Hola... - respondió mi abuela.

Ellos nunca habían ido ha buscarme antes al colegio.

- Debes acompañarnos – añadió segundos después.

Asentí. Tras despedirme de mi compañero comencé a caminar junto a ellos hacia el coche. Mi abuelo esperaba impaciente tras el volante. Sus manos se agarraban al cuero. El motor, encendido, parecía mandar señales de humo a través del tubo de escape.

Al sentarme en el asiento trasero el coche comenzó a moverse.

Cuando recuerdo aquel día pienso en la noche de reyes. Al dormirnos pensamos en lo que nos gustaría recibir, imaginamos que por fin, al despertar, tendremos todo lo que pedimos días antes. No hay posibilidad de error en la antesala de los sueños.

Sin embargo, acompañando al último hálito de conciencia, nuestra mente imagina que hacer cuando descubramos que nuestros regalos no son precisamente como habíamos imaginado.

Ahí radica la sorpresa.

Mi abuelo apretó el acelerador al tiempo que mi abuela se giró para decirme “nos vamos”.

2. Termina la clase

-Podéis levantaros...-.

La señorita Márquez decía siempre esas palabras como prueba de su buena voluntad al finalizar las clases. Fin del suplicio.

Para mi, sinceramente, el verbo "poder" era un extraño en su lenguaje si este no era utilizado para mandarnos, de forma edulcorada, la realización de una tarea, un recado o una lectura.

Algo. Lo que fuera.

En cambio aquel "podéis" implicaba permiso, y ese permiso se transformaba rápidamente en posesión por parte del que lo otorgaba.

(Ese era yo. Esas eran mi cabeza y, lo que acabáis de leer, los pensamientos de un niño de 12 años.)

Me levanté del pupitre para recoger mis bártulos al tiempo que mi compañero se mantenía ocupado rememorando el último tiro fallado durante el partido del recreo.

- Tío, date prisa que no llegamos... – le dije sacándole del partido mental
- Espera, en seguida estoy… - me respondió mientras guardaba su balón en la cartera doblando para ello al máximo el cuaderno gris que le había acompañado, sobre la mesa, durante toda la mañana- un poco más... – con un empujón final, y un ligero crack, terminó su trabajo con una sonrisa.
- Vamos.

Tras ponernos las carteras sobre la espalda huimos con paso rápido de la clase evitando mirar la sonrisa angelical que nuestra querida señorita dedicaba a sus alumnos al final de la jornada. Debíamos darnos prisa porque fuera nos estaba esperando el autobús de la ruta y su conductor,
Tomás, era un tipo bastante peculiar en cuanto al sentido de la puntualidad se refiere. Por costumbre arrancaba siempre el coche cinco minutos después de haber terminado las clases y comenzaba a mover el vehículo, despacio, a lo largo de la avenida en la cual estaba nuestro colegio. De este modo cuanto más tardaras en salir más debías correr para cogerlo antes de la señal de ceda el paso en la cual hacia su única parada previa a la desaparición.

Aquel día, por primera vez, no cogí el autobús.

(También, tras una parada, comenzó mi desaparición.)

1. ¿Qué has perdido?

No lo encontró nunca, en ningún sitio... ni tan siquiera dejó de pensar... En su cabeza una pregunta: ¿qué has perdido?... Formulada en tercera persona se clavaba como un puñal en su múltiple yo.

En los ojos lágrimas que no sabían que hacer.

En sus labios palabras que no encontraban escapatoria...

-¿Está loco? – preguntó el joven médico.

-No es tan simple – respondió la voz tras el cristal.

¿Por qué cambió todo?, ¿donde quedó el principio?, ¿donde está el final? Preguntas sin respuesta que llevaban en un ciclo infinito siempre al mismo lugar.

- ¿Qué he perdido?

El cielo era oscuro, con nubes de color negro, a veces gris. Colores que amargan la vista y hacen que los párpados se cierren.

Le dicen que va a llover... y él sabía que cuando llueve se borran las huellas, las mismas que sin quererlo, algún día, le dirán... ¿qué has perdido?

 
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